textos, pretextos, cuentos, poemas y excusas sin más pretensión que el de ser leídos

viernes, 13 de septiembre de 2013

Hay días... y hay días.



Hay días que al levantarte de la cama
piensas que lo que estás haciendo es un error,
que te arrepentirás de haber empezado el día.
Es en esos días, cuando los zapatos más aprietan,
el autobús pasa burlón ante ti sin detenerse
y llegas media hora tarde a ese trabajo que odias.
Es en esos días, cuando parece que el mundo
sólo desea ponerte a prueba una y otra vez,
cuando te caga una paloma,
se te mancha la camisa,
pisas un charco,
toses cuando enciendes el pitillo
ante la chica que promociona el ducados rubio
y te llaman cinco amigos:
dos para pedirte dinero,
otros dos para que se lo devuelvas
y uno para decirte que se acostó con tu novia.
Así que miras las horas con angustia
hasta que por fin llegas a casa,
te metes en la cama directamente
para, con suerte, no salir de ella.

Pero por fortuna,

hay días que al levantarte de la cama
piensas que lo que estás haciendo es un milagro,
y que te vas a comer cada minuto del día.
Es en esos días, cuando no miras hacia tus zapatos,
te encuentras a un amigo que te acerca al trabajo
y llegas media hora tarde porque desayunaste con él.
Es en esos días, cuando parece que el mundo
sólo desea darte regalos por tu existencia,
cuando una paloma come de tu mano,
cuando te echas unas risotadas
porque te manchaste la camisa,
cuando no hay charcos
porque el sol todo lo inunda,
cuando la chica del ducados te saluda
porque se acuerda de ti el día que tosiste
y te llaman cinco amigos:
dos para quedar contigo,
otros dos para devolverte dinero
y uno para decirte que te echa de menos y que te quiere.
Así que miras las horas con euforia
y no quieres llegar a casa,
ni meterte en la cama,
no vaya a ser que no salgas de ella.

martes, 20 de agosto de 2013

EL NIÑO Y LAS PALOMAS




Veintiocho de mayo, el café estaba como de costumbre, demasiado cargado para su gusto. Al cabo de unos minutos le darían  retortijones, siempre le pasaba por lo que no había que esperar que aquello no fuera a ocurrir, y sin embargo eran cerca de veinte años los que llevaba yendo a aquella bodega, día tras día para desayunar con aquel aborto de café. Julián, el dueño, era para él algo parecido a un amigo, aunque siempre se dirigía a él con tono de desprecio, que el camarero le permitía más por costumbre que por respeto. Se palpó los bolsillos y rebuscó en uno de ellos, cuando sacó la mano, en ella no había sino calderilla, con monedas que ya no valen ni para jugar a las tragaperras. Se puso a contar las monedas como un niño que hace las veces de banquero con su hucha, pero no había más que sesenta pesetas. Con cara de resignación le dijo a Julián que le pagaría el café al día siguiente, pero el camarero le dijo que hoy no tenía el cuerpo para ilusiones, que estaba invitado. Así que cogió la chaqueta del respaldo de la silla y se fue del local sin decir ni adiós, no por desaire, sino porque nunca saludaba o se despedía de nadie, de tal manera que en su discurso que tenía mucho de teatral, no había nunca  ni comienzos ni finales.    


Ahora todo era diferente, ya que el veintinueve de cada mes le ingresaban en la cuenta de la caja de ahorros una cantidad, que de un tiempo a esta parte ha sabido administrar no sin ciertos apuros. Él no llegaba a entender muy bien de donde provenía ese dinero e incluso a veces parecía que se despreciaba por ese estipendio que le hacía llegar un organismo llamado Tesorería General. Al niño todo eso le sonaba a caridad y era conocido en el barrio el asco que este anciano sentía por las limosna, no en vano su frase predilecta era “antes robar que pedir”. Sostenía Rafael en las raras tertulias que algún día pudo tener, que él no tenía que ir pidiendo nada a nadie, puesto que él sabía arreglárselas perfectamente por sí mismo, y si la discusión se ponía dura y lo llamaban delincuente, argüía que él solo tomaba aquello que por derecho era suyo, que nunca robó a alguien más pobre que él y que quien tiene para que lo roben es que tiene demasiado. En una de esas discusiones, después de esta disquisición alguien lo llamó comunista, a lo que no sin risa y cierto escarnio por parte de Rafael, le respondió que en un país comunista él sería seguramente el mayor de los capitalistas, aunque sólo fuera por llevar la contraria.No había un día que Rafael "el niño"  empezara de otra manera, desde hacía ya algún tiempo su vida giraba en torno a la Bodega Julián, el banco que había frente a la iglesia del barrio y la televisión. Ya había poca gente que le llamara niño, aunque los más viejos del barrio que como él pasaban de los setenta todavía le llamaban así, no sin sorna por parte de aquellos más jóvenes que hubieran podido captar el apodo. Sus arrugas de ropa recién lavada que le marcaban el rostro, sus ojos azules tan claros, que denotaban que en un tiempo anterior habían sido más oscuros y vivos, y su ropa, que aunque remendada y con parches en más de un lugar, seguía pareciendo de galán de los cincuenta decían de él que no era como los demás viejos del lugar, de bastón, misa y comida de palomas. Y sin embargo, darle de comer migas de pan a las palomas enfrente de la iglesia, era de las pocas cosas que le movían a lo largo del día. Se sentaba en el banco de listones de madera, que le recordaba a aquellos bancos que había en los vagones de tercera clase de los trenes, sacaba el pan que le había sobrado del día anterior y lo desmenuzaba al mismo tiempo que lo arrojaba al suelo con una lentitud y un ritmo que tenía algo de poesía, que tenía algo de música. Las palomas no le gustaban demasiado, pero sí le agradaba la sensación de verse rodeado de seres que requerían de él, que necesitaban de él, aunque sólo fuera en ese momento, aunque sólo fuesen palomas, aunque sólo fuese por comida. No miraba a las palomas, lo que él observaba eran las migas de pan, cómo desaparecían al desprenderse del bollo, como el hecho de separarlas de su conjunto material, era la inminente prueba de que dejarían de existir. En estas reflexiones tan vagas se perdía el niño. Banales y fútiles le parecían estas consideraciones, pero le hacían pensar que algo así le pasó a él el día que le dieron aquella pensión de caridad. En realidad, era una pensión no contributiva, que cuando se aprobó la concesión de estas él tuvo derecho a una. El dinero que le daban era mínimo, escaso para cualquier persona, pero para él, que ese dinero junto lo había visto muy pocas veces y nunca por métodos demasiado lícitos, aquella pensión le supuso un cambio trascendental. Dejó de recoger cartones, chatarra, de rebuscar en la basura, de buscar monedas en las cabinas y empezó a vivir como un jubilado. Antes de cobrar la pensión utilizaba esos métodos para conseguir algo de dinero, sin embargo, siendo joven sus ganancias provenían de pequeños robos que cometía en los barrios del centro en los que no le conocían, poco después se dedicó al estraperlo, durante un tiempo se ocupó de vender revistas pornográficas que un amigo le traía desde Francia y por las que algunos pagaban una pequeña fortuna. Así fue sobreviviendo el niño entre el delito público, el hambre privada y la borrachera solitaria.

            Hacía calor ya en aquella ciudad bañada por el Mediterráneo y el niño se encontró
después de mucho tiempo con que no tenía nada que hacer. No se trataba ya de que no tuviera un trabajo o algun quehacer en su casa, la cuestión era que ya no era útil ni para él mismo, que su vida no se diferenciaba mucho de la de una maceta de interior que tiene un ciclo vital que cumplir y se mantiene no gracias a la lluvia sino a la regadera de su dueño. Volviendo la mirada hacia las palomas pensó que no estaría mal ser una de ellas, que le gustaría tener que seguir luchando por unas migajas de pan, que ya no tenía edad para ello, pero que todavía tendría su aquel lo de rebuscar en la basura. Observó su alrededor y vio que habían sustituido los antiguos contenedores por extraños armatostes que daban a parar a un agujero subterráneo. Allí no podría buscar. Sin embargo, más adelante y gracias a que la tan anunciada segunda modernización, no había llegado todavía a aquella ciudad, observó un montículo de basura apiñado en una esquina. Aparte de las bolsas negras correspondientes y de alguna caja desmontada para su deshecho notó que había una caja en la que se habían tirado algunos utensilios antiguos, que provenían seguramente de la enésima reforma de alguna casa. Allí sin pensárselo dos veces comenzó a rebuscar: una espumadera oxidada, una tabla de cortar de madera vieja, unas muñeca de porcelana rota...poco botín. Pero mientras su manos zarandeaban el contenido de la caja encontró un transistor de aquellos que llevaba la gente al fútbol para escuchar los resultados mientras veía el partido en el campo. Tenía pilas pero no funcionaba. 
De repente, la cara de Rafael pareció iluminarse, la sonrisa brotó en sus labios y pensó que la arreglaría, que mañana tendría radio nueva. La gente seguía desperdiciando todo aquello que ya no les resultaba de utilidad y de eso se había aprovechado él toda su vida para subsistir, podía seguir haciéndolo ahora que él también era considerado como un ser inútil. Había encontrado el móvil para seguir viviendo. Demostrar la utilidad de todo lo inútil.