Veintiocho
de mayo, el café estaba como de costumbre, demasiado cargado para su gusto. Al
cabo de unos minutos le darían
retortijones, siempre le pasaba por lo que no había que esperar que
aquello no fuera a ocurrir, y sin embargo eran cerca de veinte años los que
llevaba yendo a aquella bodega, día tras día para desayunar con aquel aborto de
café. Julián, el dueño, era para él algo parecido a un amigo, aunque siempre se
dirigía a él con tono de desprecio, que el camarero le permitía más por
costumbre que por respeto. Se palpó los bolsillos y rebuscó en uno de ellos,
cuando sacó la mano, en ella no había sino calderilla, con monedas que ya no
valen ni para jugar a las tragaperras. Se puso a contar las monedas como un
niño que hace las veces de banquero con su hucha, pero no había más que sesenta
pesetas. Con cara de resignación le dijo a Julián que le pagaría el café al día
siguiente, pero el camarero le dijo que hoy no tenía el cuerpo para ilusiones, que
estaba invitado. Así que cogió la chaqueta del respaldo de la silla y se fue
del local sin decir ni adiós, no por desaire, sino porque nunca saludaba o se
despedía de nadie, de tal manera que en su discurso que tenía mucho de teatral,
no había nunca ni comienzos ni finales.
Ahora todo era diferente, ya que el veintinueve de cada mes
le ingresaban en la cuenta de la caja de ahorros una cantidad, que de un tiempo
a esta parte ha sabido administrar no sin ciertos apuros. Él no llegaba a
entender muy bien de donde provenía ese dinero e incluso a veces parecía que se
despreciaba por ese estipendio que le hacía llegar un organismo llamado
Tesorería General. Al niño todo eso le sonaba a caridad y era conocido en el
barrio el asco que este anciano sentía por las limosna, no en vano su frase
predilecta era “antes robar que pedir”. Sostenía Rafael en las raras tertulias
que algún día pudo tener, que él no tenía que ir pidiendo nada a nadie, puesto
que él sabía arreglárselas perfectamente por sí mismo, y si la discusión se
ponía dura y lo llamaban delincuente, argüía que él solo tomaba aquello que por
derecho era suyo, que nunca robó a alguien más pobre que él y que quien tiene
para que lo roben es que tiene demasiado. En una de esas discusiones, después
de esta disquisición alguien lo llamó comunista, a lo que no sin risa y cierto
escarnio por parte de Rafael, le respondió que en un país comunista él sería
seguramente el mayor de los capitalistas, aunque sólo fuera por llevar la
contraria.No había un día que Rafael "el
niño" empezara de otra manera,
desde hacía ya algún tiempo su vida giraba en torno a la Bodega Julián, el
banco que había frente a la iglesia del barrio y la televisión. Ya había poca
gente que le llamara niño, aunque los más viejos del barrio que como él pasaban
de los setenta todavía le llamaban así, no sin sorna por parte de aquellos más
jóvenes que hubieran podido captar el apodo. Sus arrugas de ropa recién lavada
que le marcaban el rostro, sus ojos azules tan claros, que denotaban que en un
tiempo anterior habían sido más oscuros y vivos, y su ropa, que aunque
remendada y con parches en más de un lugar, seguía pareciendo de galán de los
cincuenta decían de él que no era como los demás viejos del lugar, de bastón,
misa y comida de palomas. Y sin embargo, darle de comer migas de pan a las
palomas enfrente de la iglesia, era de las pocas cosas que le movían a lo largo
del día. Se sentaba en el banco de listones de madera, que le recordaba a
aquellos bancos que había en los vagones de tercera clase de los trenes, sacaba
el pan que le había sobrado del día anterior y lo desmenuzaba al mismo tiempo
que lo arrojaba al suelo con una lentitud y un ritmo que tenía algo de poesía,
que tenía algo de música. Las palomas no le gustaban demasiado, pero sí le
agradaba la sensación de verse rodeado de seres que requerían de él, que
necesitaban de él, aunque sólo fuera en ese momento, aunque sólo fuesen
palomas, aunque sólo fuese por comida. No miraba a las palomas, lo que él
observaba eran las migas de pan, cómo desaparecían al desprenderse del bollo,
como el hecho de separarlas de su conjunto material, era la inminente prueba de
que dejarían de existir. En estas reflexiones tan vagas se perdía el niño.
Banales y fútiles le parecían estas consideraciones, pero le hacían pensar que
algo así le pasó a él el día que le dieron aquella pensión de caridad. En
realidad, era una pensión no contributiva, que cuando se aprobó la concesión de
estas él tuvo derecho a una. El dinero que le daban era mínimo, escaso para
cualquier persona, pero para él, que ese dinero junto lo había visto muy pocas
veces y nunca por métodos demasiado lícitos, aquella pensión le supuso un
cambio trascendental. Dejó de recoger cartones, chatarra, de rebuscar en la
basura, de buscar monedas en las cabinas y empezó a vivir como un jubilado.
Antes de cobrar la pensión utilizaba esos métodos para conseguir algo de
dinero, sin embargo, siendo joven sus ganancias provenían de pequeños robos que
cometía en los barrios del centro en los que no le conocían, poco después se
dedicó al estraperlo, durante un tiempo se ocupó de vender revistas
pornográficas que un amigo le traía desde Francia y por las que algunos pagaban
una pequeña fortuna. Así fue sobreviviendo el niño entre el delito público, el
hambre privada y la borrachera solitaria.
Hacía
calor ya en aquella ciudad bañada por el Mediterráneo y el niño se encontró
después de mucho tiempo con que no tenía nada que hacer. No se trataba ya de
que no tuviera un trabajo o algun quehacer en su casa, la cuestión era que ya
no era útil ni para él mismo, que su vida no se diferenciaba mucho de la de una
maceta de interior que tiene un ciclo vital que cumplir y se mantiene no
gracias a la lluvia sino a la regadera de su dueño. Volviendo la mirada hacia
las palomas pensó que no estaría mal ser una de ellas, que le gustaría tener
que seguir luchando por unas migajas de pan, que ya no tenía edad para ello,
pero que todavía tendría su aquel lo de rebuscar en la basura. Observó su
alrededor y vio que habían sustituido los antiguos contenedores por extraños
armatostes que daban a parar a un agujero subterráneo. Allí no podría buscar.
Sin embargo, más adelante y gracias a que la tan anunciada segunda
modernización, no había llegado todavía a aquella ciudad, observó un montículo
de basura apiñado en una esquina. Aparte de las bolsas negras correspondientes
y de alguna caja desmontada para su deshecho notó que había una caja en la que
se habían tirado algunos utensilios antiguos, que provenían seguramente de la
enésima reforma de alguna casa. Allí sin pensárselo dos veces comenzó a
rebuscar: una espumadera oxidada, una tabla de cortar de madera vieja, unas
muñeca de porcelana rota...poco botín. Pero mientras su manos zarandeaban el
contenido de la caja encontró un transistor de aquellos que llevaba la gente al
fútbol para escuchar los resultados mientras veía el partido en el campo. Tenía
pilas pero no funcionaba.
De repente, la
cara de Rafael pareció iluminarse, la sonrisa brotó en sus labios y pensó que
la arreglaría, que mañana tendría radio nueva. La gente seguía desperdiciando
todo aquello que ya no les resultaba de utilidad y de eso se había aprovechado
él toda su vida para subsistir, podía seguir haciéndolo ahora que él también
era considerado como un ser inútil. Había encontrado el móvil para seguir
viviendo. Demostrar la utilidad de todo lo inútil.